La desconfianza como síntoma

RESEÑA

Por: Juan Mata Anaya

 

Me pregunto si la desconfianza creciente hacia la ciencia, los investigadores, las vacunas o las instituciones sanitarias, que ha crecido de manera significativa en nuestro país durante la pandemia provocada por el SARSCoV2, no constituye un problema de salud pública. Es, desde luego, una cuestión que afecta al ámbito político, entendiendo ese concepto en su más puro y ya casi irreconocible significado, es decir, en tanto que incumbe a la polis concebida como una comunidad entrelazada de ciudadanos diversos y dialogantes, pero que afecta también al acuerdo social tácito en torno a la preeminencia del saber sobre la superchería, de los hechos sobre las especulaciones, de la coherencia sobre la extravagancia. La democracia moderna, que no podemos identificar únicamente con la deteriorada y a menudo corrompida actividad parlamentaria de los países, se ha sustentado sobre un conjunto de leyes, valores y consensos que la hace superior a cualquier otro sistema político: la utilidad de la razón, la igualdad de derechos, la garantía de las libertades, la importancia del humanismo, el beneficio de la educación…

©Adam Niescioruk, en Unsplash

Todo ello, repentinamente, se ha puesto en duda. Es cierto que la pandemia ha hecho que la humanidad en su conjunto se sienta vulnerable y amenazada, pero esa creciente incredulidad no parece desencadenada del todo por esta experiencia traumática. Era un estado de ánimo que venía gestándose desde tiempo atrás y que la COVID-19 ha puesto al descubierto y ha exacerbado. No resulta fácil entender que en la mente de millones de personas los descubrimientos de los astrónomos o los biólogos puedan de pronto tener el mismo valor que los versículos de un libro religioso o las excentricidades de un panfleto negacionista. Estábamos habituados a los ataques a la teoría de la evolución por parte de los partidarios del creacionismo y también a los delirios de los defensores de la cualidad plana de la Tierra, pero no tanto a la impugnación de los cimientos mismos del progreso de la humanidad. Resulta paradójico que, cuando estamos asistiendo al mayor esfuerzo científico de la historia en busca de una solución al contagio del nuevo coronavirus, estalle la desconfianza hacia la ciencia y se multipliquen el irracionalismo y la negación, que vienen a ser lo mismo. Cuando los manifestantes que se oponen al uso de las mascarillas rechazan abiertamente la existencia del virus porque ellos no lo han visto, como no han visto a los enfermos ingresados en las UCI o los muertos que dicen que ha habido, da la impresión de que un nuevo tipo de oscurantismo estuviese emergiendo sin remedio.

Y eso es lo inquietante, lo que convierte esas extravagancias en un problema de salud pública.

©Juan Mata

Vivir en la incertidumbre es muy penoso, crea un desasosiego difícil de evitar y se requiere mucha convicción y mucha fortaleza para sobrellevarla. Lo normal es buscar certezas y, cuando no se tienen, rechazar lo evidente y refugiarse en las simplicidades o la incredulidad. Negar lo que no se ha visto con los propios ojos y abrazar lo más fácil y comprensible forma parte de la naturaleza humana. La complejidad asusta, lo sencillo alivia. Frente a los científicos, por lo general lógicos, dubitativos y cautelosos, resulta más confortador creer a los charlatanes o los iluminados que por lo general aparecen infalibles, contundentes y atrevidos. El miedo y la frustración provocados por el largo confinamiento, el temor al contagio, la pérdida de empleo, la intranquilidad ante el futuro, las prohibiciones… han originado una sensación de desamparo que en muchos casos tiende a mitigarse dando crédito a cualquier charlatán que prometa seguridad y paraísos. Esa desesperanza no es una pasajera afección colectiva provocada por la pandemia, sino una actitud que impugna muchas de las conquistas de la modernidad y el progreso. Consuela más creer en una conspiración de poderosos para dominar al mundo que en la zoonosis entre algunas especies animales y los seres humanos para explicar la propagación del coronavirus.

Deberíamos pensar al mismo tiempo que esa desconfianza crece paralela a una ya extendida desconfianza en las instituciones políticas, muchas veces infectadas de demagogia, corrupción e incompetencia, y en una casta política ensimismada y sectaria que ignora las necesidades reales de la gente. Y es ahora cuando esa ascendente incredulidad en los valores de la ciencia y la razón se junta y se mezcla, como dos ríos que unen sus caudales, con la marea de los populismos de extrema derecha, que recelan a su vez del sistema parlamentario y la cultura de la deliberación, el diálogo y la tolerancia. La conjunción de ambas desconfianzas puede producir una fractura social irreparable, una enemistad entre quienes confían en el valor del racionalismo y la democracia, a pesar de todas sus debilidades e imperfecciones, y los partidarios de gobiernos autoritarios y opresores que tienden a confundirse a veces con negacionistas, antivacunas, terraplanistas o fanáticos de las conspiraciones.

Es por ello que considero que ese malestar social, cuyos síntomas más evidentes son la desconfianza y la animadversión, constituye un problema de salud pública en tanto que puede poner en cuestión las conquistas de la modernidad, como los derechos humanos, la educación pública, la sanidad universal, el parlamentarismo o el método científico. Debería preocuparnos el hecho de que millones de personas equiparen sin rubor un cardiólogo a un curandero o consideren que Charles Darwin o Edward Jenner eran unos lunáticos. Los efectos sociales de esa regresión intelectual pueden ser devastadores, pues de ahí a sospechar o renegar de la medicina o los laboratorios, como ya está ocurriendo, o denunciar el fomento del pensamiento crítico o la educación sexual en las escuelas, como está empezando a ocurrir, solo hay un paso. Restaurar la confianza en la esfera de lo público significa luchar contra la amenaza de la ignorancia y los nuevos tabúes y supersticiones. Renovar los ideales ilustrados que, pese a todas sus sombras, han hecho posible los avances de la humanidad en el campo de la salud, el conocimiento o la cooperación internacional, es un modo de evitar los riesgos de la irracionalidad y el despotismo.

 


Juan Mata Anaya es Profesor de la Universidad de Granada


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2s comentarios

    1. Buenos días, Nati.
      No hay que perder ni la calma ni la esperanza. Tu vida de luchadora tiene que ayudarte. Has pasado peores momentos que estos.
      Un fuerte abrazo agradecido.

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