Un estornudo en Wuhan

RESEÑA

Por: Juan Mata Anaya

 

La pandemia provocada por la covid-19, que ha afectado al conjunto de la humanidad, ha trastocado profundamente la vida cotidiana, al menos en nuestro próspero y confiado Occidente, y nos ha enfrentado bruscamente a cuestiones antes subestimadas o insuficientemente exploradas: el uso del tiempo, el valor del tacto físico, las prioridades personales, la relevancia de la cooperación, la vulnerabilidad humana… Ha añadido a la vez significados nuevos a palabras y conceptos usuales.

El concepto de lo público, por ejemplo, ha ensanchado en estos meses su sentido. Lo que hasta ahora podía considerarse un rutinario calificativo añadido a ciertas palabras —escuela, parque, sanidad, transporte…— ha alcanzado súbitamente un carácter sustantivo, primordial, imperioso. Sabíamos que definir algo como público señalaba su carácter comunitario, accesible a todos. Era la manera de indicar que el disfrute de un determinado bien o servicio no dependía de la condición económica, profesional, genealógica o cultural de los beneficiarios, sino de la mera condición de ciudadano. Lograr que algo fuese público ha sido históricamente el modo de mitigar injusticias y jerarquías, de equiparar a las personas, de extender derechos. Ahora sabemos además que lo público puede ser también una garantía de supervivencia.

©烧不酥在上海 老的 /Unsplash

La expansión de la covid-19 por todo el planeta ha puesto de manifiesto que ante una amenaza semejante todos estamos expuestos, todos somos susceptibles de contagio y, por tanto, de muerte. El coronavirus nos ha recordado ásperamente nuestra condición mortal, el atributo que a todos nos iguala. Su actividad no entiende de clases sociales, niveles culturales o creencias a la hora de irrumpir en un cuerpo humano. Pero, aunque el coronavirus nos iguala por principio, la realidad es que no a todos afecta en la misma proporción, que los más perjudicados son siempre los más débiles, en esta ocasión los ancianos especialmente. Hace unas semanas, una mujer estadounidense protestaba contra la cuarentena ante la sede del Gobernador del Estado de Tennessee con un cartel en el que podía leerse: Sacrifice the Weak. Re-Open TN [Sacrifica a los débiles. Reabre TN]. Es desolador reconocer en tan pocas palabras la perversa lógica del capitalismo más atroz: si no producen, no consumen, no aportan, ¿por qué deberíamos los fuertes sacrificarnos por ellos? Desalienta comprobar que el más desnudo darwinismo social, que tantas víctimas ha provocado y justificado a lo largo de la historia, sigue arraigado en la conciencia humana. Tal vez sin la escueta atrocidad de la manifestante estadounidense, algo de ese oprobio hemos podido comprobar en el trato recibido estos meses por muchos ancianos infectados por el coronavirus a quienes se denegó el traslado de las residencias a los hospitales.

Es justo en esas situaciones cruciales cuando entra en juego la defensa de la dignidad humana, cuando la sanidad pública ejerce su función ética, compensadora. Un cuerpo inerte en una UCI es un ser humano al que hay que cuidar, que sufre igual que los de las camas adyacentes, aunque sus vidas fuera del hospital transcurran por caminos dispares. La sanidad pública es un modo de reafirmar nuestra común humanidad, nuestra radical igualdad ante la vida, nuestra resistencia a que ninguno de esos cuerpos, ninguno de esos enfermos, sea subestimado o excluido. Lo público en este caso es un rasgo de condolencia y fraternidad.

El carácter público de la sanidad asegura que todas las personas pueden tener acceso a los cuidados, que a todas asiste el derecho a ser atendidas y protegidas. Es una demostración elemental de equidad. Y de la misma manera que la pandemia nos ha hecho más conscientes de la importancia de universalizar los cuidados, también nos ha ayudado a comprender el carácter público de la salud, su condición de bien compartido y tutelado por todos los seres humanos.

El florecimiento o el deterioro de la salud pública depende de todos y todos somos responsables de su conservación, y de la misma manera que en estos meses hemos compartido el riesgo de una infección o de una muerte deberíamos poder compartir asimismo la obligación de proteger la vida. Si hemos compartido la fatalidad, debemos compartir asimismo la prevención. Es posible que hayamos entendido definitivamente que nuestra salud depende de la salud de los otros, que la salud individual está estrechamente unida a la salud colectiva. La covid-19 ha venido a recordarnos qué implica considerar pública la salud.

©Morning-Brew/Unsplash

Lo que después se popularizó con el nombre de efecto mariposa fue inicialmente, como se sabe, el título de una conferencia que el meteorólogo estadounidense Edward Norton Lorenz pronunció en 1972, Predictibilidad: ¿Puede el aleteo de una mariposa en Brasil provocar un tornado en Texas?, cuya finalidad era explicar que una leve perturbación en la atmósfera podía modificar el clima de manera significativa tras un proceso de amplificación, de ahí la dificultad de predecir con exactitud si lloverá o no la próxima semana. Aquella poderosa imagen, que envolvía literariamente un descubrimiento previo acerca de la profunda alteración de los resultados si se modificaba mínimamente una cifra en el proceso de simulación meteorológica en un ordenador, representa hoy la confirmación del estrecho vínculo que hay entre todos los elementos que conforman la vida del planeta que habitamos, incluidos nuestros más diminutos actos. A este respecto, sabemos ahora que un estornudo en un mercado de Wuhan puede provocar un cataclismo al otro lado del mundo.

El concepto de salud pública reclama el reconocimiento de la interdependencia de todos los seres humanos, no importa el lugar donde residan o la lengua que hablen. Y como ha venido a demostrar esta pandemia, no podemos circunscribir ya la idea de salud pública al ámbito geográfico de un barrio, una ciudad o un país, sino que es necesario traspasar las fronteras territoriales, pensar en la humanidad toda, incluir al planeta Tierra en nuestros apremiantes compromisos con la preservación de la vida.

 


Juan Mata Anaya es Profesor de la Universidad de Granada


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