
La pandemia por coronavirus está provocando una crisis de salud pública mundial sobre la que aún desconocemos gran parte de sus manifestaciones clínicas, comportamiento epidemiológico y abordaje terapéutico. También sus consecuencias de tipo social y económico son impredecibles a medio y largo plazo.
España está siendo uno de los países más afectados, tanto en incidencia como en letalidad; sobre nuestro país pesa una considerable incertidumbre para los próximos meses. El fracaso parcial de respuesta a esta crisis de salud ha tenido dramáticas consecuencias en las personas más vulnerables, tanto a la enfermedad (mayores de 60 años, pluripatológicos, etc.), como a las medidas de salud pública instauradas para combatirla (personas con diversidad funcional, sin techo, familias monoparentales, etc.). Esto nos obliga a repensar nuestro modelo de sistema sanitario y de soporte social. La merma en la capacidad de respuesta del sistema sanitario pone el foco sobre la reducción de la inversión pública en los últimos años, la ausencia de conexión entre la red de servicios sociales y sanitarios y la excesiva orientación a la atención a procesos agudos, la especialización, la tecnología y el mundo hospitalario1,2.
El conjunto de profesionales de Atención Primaria (AP) está viviendo una situación de absoluta excepcionalidad, enfrentándose al proceso de toma de decisiones con un componente de incertidumbre y distrés moral hasta ahora desconocidos. No solo se trata de una nueva enfermedad (con expresión y tratamientos de resultados inciertos), sino que obliga a relacionarse de una nueva forma con los pacientes (triajes, consultas telemáticas, distancia o vestuario de protección) y a una práctica clínica en un contexto de racionamiento de recursos para la atención clínica y la protección de profesionales…