
Me decía el otro día un amigo con un semblante que reflejaba una honda preocupación: «Ayer la bolsa se desplomó un 2,5 por ciento». «No sabía que jugabas en la Bolsa», le comenté. «No, no juego, pero…». No dijo más. Yo tampoco. No hacía falta. Creo que él mismo se dio cuenta de la sinrazón, de la irracionalidad de su preocupación ¿Cómo había llegado mi amigo, sumamente inteligente en tantos aspectos de la vida, a ese tóxico estado emocional, a ese descontrol? ¿Qué había ocurrido para que dejara de ejercer el poder sobre sus propios pensamientos y emociones? Estaba dándole vueltas a ese tema cuando recordé que, hace algunos años, trabajando con enfermos en fase terminal, había descubierto, con asombro inicial y tristeza creciente, que muchos de ellos confesaban que de lo que más se arrepentían al hacer el balance final, era de no haberse arriesgado más, tanto en su vida profesional como en su vida personal. La confesión seguía y acababan reconociendo que ese no arriesgarse había sido provocado por el miedo. Ya lo escribió Juan Pablo Silvestre en su lúcida y brillante canción: «Una vida más tarde comprenderemos que en la vida perdimos, solo por miedo». Quizás ha llegado pues el momento de, parafraseando al Inspector Poirot, atrevernos a preguntar: ¿A quién beneficia este miedo, tanto miedo?