Desde los años 50 se han ido dando varios hitos e intentos de conceptualizar la salud como algo más que la atención y mejora de la enfermedad.
Desde las definiciones utópicas de salud de la OMS (1948) como completo bienestar físico y mental que derivaron en el frustrado lema de salud para todos, a las últimas propuestas de los servicios sanitarios integrados centrados en la persona de Astana 2018, han pasado 70 años.
Por medio se han definido propuestas como la salud pública, la promoción de la salud, la educación para la salud, los determinantes de la salud, la salutogénesis, los activos de salud, la participación en las políticas de salud…
Todo ello creo que ha contribuido enormemente a poder conceptualizar cada vez más y mejor el complejo concepto y significado de la salud, a amplificar su sentido y a diferenciarlo de la mera atención a la enfermedad; y también a desmitificarlo del concepto de completo bienestar para incorporar el continuo salud-enfermedad, dinámico y necesariamente cambiante a lo largo del llamado rio de la vida.
También ha permitido trascender de nuevo el mero concepto individualista de la salud; lo que ya se intentó en su momento con las propuestas de salud pública y comunitaria, a través de la incorporación de la participación ciudadana y la necesidad de asociarlo a las decisiones políticas.
Todos estos años han permitido también materializar experiencias, modelos de actuación, de evaluación, de eficacia en la intervención. El desarrollo de grupos activos, de grupos “expertos”, de formadores en los modelos de promoción de la salud.
La filosofía de la salud ha impregnado la ideología de cualquier sistema de salud moderno que se precie. Inunda cada propuesta de planes de salud, de programas sanitarios, de desarrollo de nuevos dispositivos y servicios. Ese mismo discurso políticamente correcto ha calado en la educación, en los servicios sociales. Se plantean como principios ineludibles el trabajo en red, el trabajo multiprofesional y multi-institucional, se generan comisiones de participación ciudadana…
Y lo que es más importante, se realizan programas educativos de promoción de la salud para la población infanto-juvenil, con una perspectiva menos cortoplacista; y buscando la proyección social al futuro de la construcción de una cultura más saludable.
Creo realmente que ese es el camino, o al menos una parte del camino. Creo que es un proceso, un proceso histórico que no va a ocurrir en unos niveles de temporalidad tan visibles como los que estamos acostumbrados cada vez más a demandar por el vertiginoso ritmo social y de cambios tecnológicos.
Las posibilidades actuales de entender y manejar comportamientos y políticas saludables están a años luz de las que se tenían hace 70 años.
Y sin embargo a uno no hay quien le quite ese sabor agridulce de que algo sigue fallando en lo más profundo de nuestro vivir actual para poder entenderlo como un vivir más saludable.
En este continuo de salud-enfermedad que es nuestro vivir, hay algunas guerras que no se están ganando.
La primera quizás sea redefinir el contexto general: se nos olvida a menudo, y más a menudo según vas subiendo en el estatus y la influencia social, que somos seres vivos; y que necesariamente al nivel más estrictamente biológico, la guerra con la enfermedad y la muerte está perdida de partida por el mero hecho de convertirnos al nacer en seres vivos.
Nos falta incluir en el concepto de salud determinantes biológicos que deriven de las teorías evolutivas biológicas, que vayan más allá de la mera metáfora del rio de la vida, que nos definen con unos límites como especie, unos límites que se han desarrollado en espacios temporales infinitamente mayores a los que estamos acostumbrados a medir. Unos cambios filogenéticos condicionados evolutivamente por las necesidades de adaptación activa a las condiciones ecosistémicas y variaciones del propio medio terrestre, y al desarrollo progresivo de los grupos humanos y civilizaciones.
Se nos olvida muy a menudo la necesidad ontogenética de desarrollo de los propios individuos; definiendo parámetros estáticos y, a menudo, desde la posición de individuos adultos, dicotomizando influencias sociales y biológicas en procesos que son esencialmente constructivos y necesariamente interconectados en el propio proceso de crecimiento.
También se olvida la característica sustancial de la vida: la capacidad/necesidad de auto-organización de los seres vivos en su intercambio con el medio para no perder la propia organización interna que lo define como ser vivo.
En el ser humano, ante lo limitado de su bagaje instintual, y la necesidad de aprendizaje, esta auto-organización está inherentemente unida al espacio “psicológico”, a ese espacio central de la desgastada esencia integral bio-psico-social. Eso que algunos autores de la categoría de Antonovski denominan también como “Sentido de Coherencia”.
Ese espacio al que parece tenérsele miedo de dar su valor institucional y profesional en el ámbito de la salud, en esta sociedad denominada “líquida” donde damos bandazos de lo biológico a lo social, sin los referentes sólidos de la añorada “objetividad” que imponían los valores ideológicos, los valores religiosos, los valores materiales. Cuando es precisamente en esta sociedad relativista de la información donde más nos jugamos en la coherencia interna asociada al conocimiento de lo psicológico; también en la salud.
Continuamente vemos la presión por incrementar sin límite la financiación de unos servicios sanitarios cada vez más sofisticados y tecnificados constituidos desde una concepción puramente biomédica de la lucha contra la enfermedad.
Y a su vez en paralelo, y cuando los recursos públicos no alcanzan, fomentamos la participación ciudadana a través del asociacionismo de grupos de presión, de ayuda mutua, de pacientes expertos, que reclamen más recursos sociales para problemáticas de salud específicas.
Más allá del valor innegable de paliar las abundantes carencias de atención de los sistemas sanitarios, y de visibilizar la necesidad de mayor atención para diversas problemáticas concretas (las que más chillen y más se hagan oir serán las más atendidas). ¿Nos hemos parado a pensar mínimamente hacia donde nos lleva este tenaz trabajo de algunos profesionales por la socialización de la enfermedad? ¿Queremos cambiar los parámetros del asociacionismo social por la competencia en el acceso a los recursos desde el mero nivel de enfermedad? ¿Sin el sentido de coherencia, la implicación psicológica y responsabilización sobre la propia salud, cuantas más propuestas de apoyo social, construimos más salud, o más enfermedad?
Pero la salud también está perdiendo la batalla social.
Las clases altas y con recursos propios claramente demandan servicios sanitarios tecnificados y de calidad basados en la enfermedad. De su estado de bienestar ya se encargan ellos y sus dineros. Lo que quieren son seguros de atención rápida y eficaz cuando tropiezan con algún problema de enfermedad inesperado. Y a ser posible que no atiendan a mucha población no vayan a tener que esperar y ponerse peor; pues lo suyo suele ser grave, y no como mal-utilizan los servicios médicos las clases bajas.
Los modelos basados en la salud, en la atención primaria, en la promoción de la salud, son modelos paliativos para las clases bajas. De una manera muy explícita lo definía Pedro Brito, ex director de Servicios y Sistemas de Salud de la Organización Panamericana de la Salud, al decir que el desarrollo en Sudamérica de los servicios de atención primaria básicos seguían el patrón de: “para los pobres, donde viven los pobres”, o sease, en las zonas rurales y en las periferias de las ciudades.
Los parámetros neoliberales postindustriales, y la globalización de las leyes del mercado, están haciendo de la salud y de la atención a la enfermedad un espacio más de intercambio de bienes y consumo; y un espacio privilegiado, pues comercia nada más y nada menos con el temor a la enfermedad y a la muerte. Prueba de ello es como están posicionadas las empresas de la farmaindustria en el volumen económico que manejan, su papel fundamental y coaccionante en el desarrollo de nuevas tecnologías sanitarias y de investigación en salud.
Estas empresas se permiten lavar la imagen con campañas de sanidad pública verticales sobre enfermedades concretas, a cambio de que los estados tengan que comprar las vacunas o aparatos técnicos que ayudan a atender dicha problemática; que suele dar la casualidad que ellas han desarrollado dicha patente en sus laboratorios.
No son los estados los que priorizan su gasto en una promoción y manejo responsable de la salud por su población, los que definen un valor social de la salud como bien común no comercializable.
Hemos avanzado en socializar la preocupación por la enfermedad, y eso también ha dado y sigue dando sus frutos en la atención de algunas de ellas.
La socialización de la salud me temo que no tiene futuro si no se socializa el acceso a los recursos.
Pedro Vega Vega